Lo presencié esta semana en Barcelona. Un niño de unos ocho años se acercaba a un buzón de Correos cerca de la Vía Laietana.

La madre le gritaba: “¡Eso no es una basura!”. Hasta tres veces se lo dijo. Y el niño, perplejo, convencido de que por fin estaba haciendo lo que su madre quería, que era no tirar la basura al suelo, ponía una cara incrédula en la que se podía leer: “Y, si no es una basura esta cosa amarilla, ¿qué es?”

Un anacronismo para alguien de tu generación -pensaba yo- y para muchos jóvenes 15 años mayores que él, de esos que salen en las noticias cuando ponen el sello en la parte de atrás de la carta cuando, haciendo prácticas en una empresa, les piden hacer algo que no han hecho ni visto en su vida.

¿Con cuántos de estos anacronismos recibimos a los empleados más jóvenes en nuestras empresas? ¿Qué cosas experimentan durante el proceso de selección, o al incorporarse a sus trabajos, que no reconocen y con las que no se identifican? ¿Qué emoción les produce y cómo afecta a su motivación y compromiso?

Estamos ante un reto enorme: adaptar nuestra oferta de servicios y forma de trabajar a las diversas generaciones con las que interactuamos, sean clientes, empleados, o colaboradores. A todos ellos les debemos adaptabilidad, eficiencia y empatía.

El buzón seguirá en la calle mientras el sistema de comunicación postal sea útil a determinadas generaciones que tienen muy interiorizado enviar y recibir una carta para según qué cosas. Para unos el buzón es necesario; para otros es casi ofensivo: la forma perfecta de alienar y desmotivar a un empleado. El compromiso crece o se desploma por pequeños detalles.

El buzón es solo un ejemplo, como lo pueden ser las herramientas con las que trabajamos, los planes de desarrollo, los métodos de comunicación o la definición del puesto de trabajo. ¿Qué oportunidades de mejora se nos ocurren?